top of page
Buscar
  • Foto del escritorPatricia Lugo

Sabores que matan


Una mesita de madera vieja, de esas que al borde pueden astillar, una silla de plástico, ambas colocadas fuera de la puerta principal de la casa de los abuelos, y mi prima; han sido el suficiente motivo para iniciar una aventura de comerciante. No recuerdo bien la edad que tenía, pero era una infanta con ilusiones, jovial, risueña y con ganas de ganarse unos centavitos, estos motivos fueron la mezcla perfecta para gritar a fuera de la casa a todo pulmón: ¡Aguacates!¡Aguacates!¡Llévele!¡Llévele! ¿Vergüenza? Ninguna, honestamente creo que en la infancia eso no existe, o no existió al menos para mí. 

Efectivamente lector, sin conciencia alguna vendía aguacate fuera de casa, ¡muy divertido!, este ha sido uno de los primeros contactos con esta ¿Fruta? ¿verdura? (Bueno, no entremos en dilemas), en mi caso fruta culturalmente hablando. Y es que no sólo lo vendíamos gritando a todo pulmón, en unas bolsitas transparentes, si llegamos a ganar cincuenta pesitos mexicanos habrá sido mucho.



El aguacate ha estado impregnado en mis venas desde niña, no por algo México es uno de los primeros productores y exportadores de este producto. Digamos que “mexicano sin aguacate, no es mexicano”. Recuerdo ir a Aguascalientes con toda la familia y vaya que somos muchos, omitiré el dato para no asustarlos, una ciudad en México bella, pero tristemente no recuerdo mucho de ella. Estábamos en una laguna riendo, jugando; mis primos y yo solíamos ser muy creativos, siempre encontrábamos en qué entretenernos y gastar todas las energías posibles.


Era un lago grande, llegamos allí en una camioneta marca Nissan blanca antigua, digamos de los años 90, en la parte de atrás de carga, colocábamos mantas, mochilas y eso era suficiente para que todos como manada, sin ninguna pretensión disfrutáramos de todos los viajes. Eso si, siempre escuchando la música ranchera de mi tío Luis o los malos chistes irónicos y divertidos a su vez de mi tío Pepe, ¡vaya par!, están y estarán siempre en mi corazón. Y no puedo dejar atrás la risa perpetua de mí tan querida Meche, que siempre llena de broma y ocurrencias puede hacer que un viaje de diez horas se sienta como de una. Mi niñez sin ellos no habría sido igual sin duda.

Pongo un punto y aparte y es que suspiro recordando cuando en aquellos tiempos no había tanta tecnología, éramos tan felices, la imaginación volaba, no había necesidad de meter la cabeza en una pantalla para poder “creer” estar felices, aunque si profundizamos un poco más ¿Qué es la felicidad? Perderíamos un día hablando de ello, porque es tan relativa, sin embargo, mi felicidad en esos días era irremediablemente mágica. Éramos unos críos que con muy poco se conformaban, entre risas, golpes, juegos perdíamos días enteros.

Volvamos a lo nuestro, habíamos jugado tanto en el lago que básicamente nuestras energías estaban mermadas. Recuerdo perfectamente salir del lago con la hermosa sensación de sentir el viento rosar mi piel húmeda. ¡Frescor!, mientras por mi rostro caían gotas de agua que se desprendían de mi cabello mojado. De pronto un grito a lo lejos que interrumpió mis sensaciones grito: ¡A comer! Corríamos todos directos al sonido de la voz, que en un instante saciaba entre mis manos un bolillo (pan mexicano) abierto entre medio relleno de magia, ¡si magia!, textura cremosa y grasa, visualmente color verde por la orilla, que culmina por el centro con un amarillo verdoso. Una “torta” de aguacate que masticaba con placer, sólo pan y aguacate, no se necesita más. La textura rugosa del pan le permite al aguacate untarse perfectamente entre su masa y al morder recrea una suave pero rugosa textura que sumaba al sabor de un buen aguacate de pueblo te lleva a la luna: simple, fácil.

Así inició mi contacto con este producto, pero cuando realmente me conquisto, fue unos años más tarde…

El sol pegaba justo en mi cara, rayos de sol que cruzaban por la ventana de la furgoneta que nos llevaba a Morelia, Michoacán. Me desperté, veía el camino pasar tras mis ojos, son esos momentos que te hacen reflexionar sobre “tu aquí y ahora”, suelo disfrutar mucho de ellos. Nos detenemos y mi estomago crujía por hambre. Así que fuimos a un lugar llamado San Miguelito, de esos lugares que quedan grabados en tu memoria, auténtico, cultural, entramos por la puerta y vagamente recuerdo ver de pronto miles de estatuillas del Santo San Antonio, se dice que, si lo volteas de cabeza y le rezas te traerá al amor eterno.


Mesas de madera y de pronto nuestro sitio; una jarra al centro con un líquido color verde crema y hielos. El hambre y la sed se sacian con una buena comida y bebida, al menos en México siempre hay un dónde y un con quién, pero el estomago siempre tiene que estar contento. Tome un vaso, lo rellene con el líquido de la jarra, lo lleve a mi boca y de pronto quede anonadada en un segundo, me enamore, la acidez justa corría en mi paladar, acompañada de una cremosidad, y un dulzor apenas perceptible y el frescor del hielo. No tengo las palabras adecuadas para atribuir la sensación exacta que me atrajo el agua de aguacate. Pero lo que sé, es que podría morir por ella, literalmente hablando. A partir de ese momento y ese día, mi percepción sobre el aguacate cambio completamente, me parece un producto único.


Años más tarde he seguido conectada al aguacate, Barcelona 2016, un septiembre de incertidumbre en el cual mi vida cambio, baje de aquel edificio en Sant Lluis 17, en el barrio de Gracia, caminando entre las calles de arquitectura especial de esta ciudad, buscaba comprar un buen aguacate. Mercados, supermercados, tiendas gestionadas por Pakistanís; encontrar un buen aguacate en Barcelona no es de fácil y asequible acceso, se puede convertir en toda una odisea, a veces bueno, a veces malo, pero siempre hay uno que espera ser abierto por un amante del buen aguacate.


He subido cinco pisos de escaleras, llego a mi piso, entro despacio y percibo ese aroma característico de un hogar antiguo en Barcelona, veo sobre la ventana llena de luz de un buen día, veo con curiosidad aquel edificio a lo alto de la montaña llamado Tibidabo, mis manos sujetan una bolsa llena de ellos, mi atención se desvía nuevamente a mi compra pensando que todos son tan especiales, abres uno y en un lenguaje corto “esta bien”, abres otro y quizá “no esta tan bien”, pero es como un juego de ruleta rusa, dentro de ellos hay uno, uno especial. Lo abres y encuentras un rayo de luz reflejado en su textura, la boca comienza a salivar y sabes que has encontrado un aguacate con todas sus letras y contenido. Lo partes y untas en cualquier textura rugosa como una tostada, pan, tortilla, y sabes que has encontrado un momento que te hace sentir en tu tierra, en tu México, te lleva a tu origen, a tus raíces en un bocado en un golpe de sabor.

Mi mente añora en sus recuerdos el sabor de un buen guacamole, añora y añorará el aroma que hay entre su cobertura de color negro que al desprenderse en su interior aparece un aroma especial y único mezclado con frescura.

La vida es así efímera, a veces sí, en ocasiones no, todo puede ser durable en el tiempo y es que mi convivencia con este producto a tenido temporalidad, hoy muero si ingiero tan sólo un poco de su cremosidad.

La saturación de este probablemente habrá hecho que se convirtiera en mi kriptonita, queriendo negarlo y no admitirlo, fue el causante de casi tres veces terminar en el hospital, y es que hoy muero si lo pruebo, hace que mi respiración se paralice, que mi piel se enrojezca, su sabor me mata, pero moriría por él sin pensarlo.
66 visualizaciones0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo

Comentarios


Publicar: Blog2_Post
bottom of page